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domingo, 31 de mayo de 2009

En la cripta --- H.P. Lovecraft

En la cripta

H.P. Lovecraft


.-.
Dedicado a C.W. Smith, que sugirió la idea central
-
Nada más absurdo, a mi juicio, que esa tópica asociación entre lo hogareño y lo saludable que parece
impregnar la psicología de la multitud. Mencione usted un bucólico paraje yanqui, un grueso y
chapucero enterrador de pueblo y un descuidado contratiempo con una tumba, y ningún lector
esperará otra cosa que un relato cómico, divertido pero grotesco. Dios sabe, empero, que la prosaica
historia que la muerte de George Birch me permite contar tiene, en sí misma, ciertos elementos que
hacen que la más oscura de las comedias resulte luminosa. Birch quedó impedido y cambió de
negocio en 1881, aunque nunca comentaba el asunto si es que podía evitarlo. Tampoco lo hacía su
viejo médico, el doctor Davis, que murió hace años. Se acepta generalmente que su dolencia y daños
fueron resultado de un desafortunado resbalón por el que Birch quedó encerrado durante nueve horas
en el mortuorio cementerio de Peck Valley, logrando salir sólo mediante toscos y destructivos
métodos. Pero mientras que esto es una verdad de la que nadie duda, había otros y más negros
aspectos sobre los que el hombre solía murmurar en sus delirios de borracho, cerca de su final. Se
confió a mí porque yo era médico, y porque probablemente sent ía la necesidad de hablar con alguien
después de la muerte de Davis. Era soltero y carecía completamente de parientes.
Birch, antes de 1881, era el enterrador municipal de Peck Valley, siendo un rústico y primitivo, incluso
para como puede ser ese tipo de gente. Lo que he oído sobre sus métodos resulta increíble, al menos
para una ciudad, e incluso Peck Valley se había estremecido de haber conocido la dudosa ética de
sus artes mortuorias en materias tan escabrosas como el apropiarse de los forros, invisibles bajo la
tapa del ataúd, o el grado de dignidad que daba al disponer y adaptar los miembros no visibles de sus
inquilinos sin vida a unos recipientes no siempre calculados con exactitud precisa. Más
concretamente, Birch era dejado, insensible y profesionalmente indeseable, aunque no creo que fuera
mala persona. Era, sencillamente, tosco de temperamento y profesión... bruto, descuidado y borracho,
y así lo probaba su fácil tendencia a los accidentes, así como su carencia de esos mínimos de
imaginación que mantiene el ciudadano medio dentro de ciertos límites fijados por el buen gusto.
No sabría decir cuándo comienza la historia de Birch, ya que no soy un relator avezado. Supongo que
puede empezar en el frío Diciembre de 1880, cuando el terreno se heló y los sepultureros
descubrieron que no podían cavar más tumbas hasta la primavera. Afortunadamente, el pueblo era
pequeño y las muertes bastante escasas, por lo que fue imposible dar a todas las cargas inanimadas
de Birch un paraíso temporal en el simple y anticuado mortuorio. El enterrador se volvió doblemente
perezoso con aquel tiempo amargo y pareció sobrepasarse a sí mismo en descuido. Nunca había
colocado juntos tantos ataúdes flojos y contrahechos, o abandonado más flagrantemente el cuidado
del oxidado cerrojo de la puerta del mortuorio, que abría y cerraba a portazos, con el más negligente
abandono.
Al fin llegó el deshielo de primavera y las tumbas fueron laboriosamente habilitadas para los nueve
silenciosos frutos del espantoso cosechero que les aguardaba en la tumba. Birch, aun temiendo el
fastidio de remover y enterrar, comenzó a trasladarlos una desagradable mañana de abril, pero se
detuvo, tras depositar a un mortal inquilino en su eterno descanso, por culpa de una tremenda lluvia
que pareció irritar a su caballo. El cadáver era el de Darius Park, el nonagenario, cuya tumba no
estaba lejos del mortuorio. Birch decidió que, el d ía siguiente, empezaría con el viejo Matthew Fenner,
cuya tumba también se encontraba cerca; pero la verdad es que pospuso el asunto por tres d ías, no
volviendo al trabajo hasta el d ía 15, Viernes Santo. No siendo supersticioso, no se fijó en la fecha,
aunque tras lo que pasó se negó siempre a hacer algo de importancia en ese fatídico sexto día de la
semana. Desde luego, los sucesos de aquella noche cambiaron enormemente a George Birch.
La tarde del 15 de abril, viernes, Birch se dirigió a la tumba con caballo y carro, dispuesto a trasladar
el cuerpo de Matthew Fenner. Él admite que en aquellos momentos no estaba del todo sobrio, aunque
entonces no se daba tan plenamente a la bebida como har ía más tarde, tratando de olvidar ciertas
cosas. Se encontraba sólo lo bastante mareado y descuidado como para fastidiar a su sensible
caballo, sofrenándolo junto al mortuorio, por lo que éste relinchó y piafó y se agitó, tal como lo hiciera
la ocasión anterior, cuando le molestó la lluvia. El d ía era claro, pero se había levantado un fuerte
viento, y Birch se alegró de contar con refugio mientras corría el cerrojo de hierro y entraba en el
vestíbulo de la cripta. Otro no podría haber soportado la húmeda y olorosa estancia, con los ocho
ataúdes descuidadamente colocados, pero Birch, en aquellos días, era insensible y sólo cuidaba de
poner el ataúd correcto en la tumba correspondiente. No había olvidado las críticas suscitadas por los
parientes de Hannah Bixby cuando, deseando transportar el cuerpo de ésta al cementerio de la
ciudad a la que se habían mudado, encontraron en la caja al juez Capwell bajo su lápida.
La luz era tenue, pero la vista de Birch era buena y no cogió por error el ataúd de Asaph Sawyer, a
pesar de que era muy similar. De hecho, había fabricado aquella caja para Matthew Fenner, pero la
dejó a un lado, por ser demasiado tosca y endeble, en un rapto de curioso sentimentalismo provocado
por el recuerdo de cuán amable y generoso fue con él el pequeño anciano durante su bancarrota,
cinco años antes. Había dado al viejo Matt lo mejor que su habilidad podía crear, pero era lo bastante
ahorrativo como para guardarse el ejemplar desechado y usarlo cuando Asaph Sawyer murió de
fiebres malignas. Sawyer no era un hombre amable y se contaban muchas historias sobre su casi
inhumano temperamento vengativo y su tenaz memoria para ofensas reales o fingidas. Con él, Birch
no sintió remordimientos cuando le asignó el destartalado ataúd que ahora apartaba de su camino,
buscando la caja de Fenner.
Fue justo al reconocer el ataúd del viejo Matt cuando la puerta se cerró de un portazo, empujada por
el viento, dejándolo en una penumbra aún más profunda que la de antes. El angosto tragaluz admitía
sólo el paso de los más débiles rayos, y el ventiladero sobre su cabeza virtualmente ninguna, así que
se vió obligado a un profano palpar mientras hacía un trastabilleante camino entre las cajas, rumbo al
pestillo. En esa penumbra fúnebre agitó el mohoso pomo, empujó las planchas de hierro y se
preguntó porqué el enorme portón se había vuelto repentinamente tan recalcitrante. En ese
crepúsculo, además, comenzó a comprender la verdad y gritó en voz alta, mientras su caballo, fuera,
no pudo más que darle una réplica, aunque poco amistosa. Porque el pestillo tanto tiempo descuidado
se había roto sin duda, dejando al descuidado enterrador atrapado en la cripta, víctima de su propia
desidia.
Aquello debió suceder sobre las tres y media de la tarde. Birch, siendo de temperamento flemático y
práctico, no gritó durante mucho tiempo, sino que procedió a buscar algunas herramientas que
recordaba haber visto en una esquina de la sala. Es dudoso que sintiera todo el horror y lo horripilante
de su posición, pero el solo hecho de verse atrapado tan lejos de los caminos transitados por los
hombres era suficiente para exasperarlo por completo. Su trabajo diurno se había visto tristemente
interrumpido, y a no ser que la suerte llevase en aquellos momentos a algún caminantehasta las
cercanías, debería quedarse allí toda la noche o más tarde. Pronto apareció el montón de
herramientas y, seleccionando martillo y cincel, Birch regresó, entre los ataúdes, a la puerta. El aire
había comenzado a ser excesivamente malsano, pero no prestó atención a este detalle mientras se
afanaba, medio a tientas, contra el pesado y corroído metal del pestillo. Hubiera dado lo que fuera por
tener una linterna o un cabo de vela, pero, careciendo de ambos, chapuceaba como podía, medio a
ciegas.
Cuando se cercionó de que el pestillo estaba bloqueado sin remisión, al menos para herramientas tan
rudimentarias y bajo tales condiciones tenebrosas de luz, Birch buscó alrededor otras cosas de
escapar. La cripta había sido excavada en una ladera, por lo que el angosto túnel de ventilación del
techo corría a través de algunos metros de tierra, haciendo que esta dirección fuera inútil de
considerar. Sobre la puerta, no obstante, el tragaluz alto y en forma de hendidura, situado en la
fachada de ladrillo, dejaba pensar en que podría ser ensanchado por un trabajador diligente, de ahí
que sus ojos se demoraran largo rato sobre él mientras se estrujaba el cerebro buscando métodos de
escapatoria. No había nada parecido a una escalera en aquella tumba, y los nichos para ataúdes
situados a los lados y el fondo -que Birch apenas se molestaba en utilizar- no permitían trepar hasta
encima de la puerta. Sólo los mismos ataúdes quedaban como potenciales peldaños, y, mientras
consideraba aquello, especuló sobre la mejor forma de colocarlos. Tres ataúdes de altura, supuso,
permitirían alcanzar el tragaluz, pero lo haría mejor con cuatro, lo más estable posible. Mientras lo
planeaba, no pudo por menos que desear que las unidades de su planeada escalera hubieran sido
hechas con firmeza. Que hubiera tenido la suficiente imaginación como para desear que estuvieran
vacías, ya resultaba más dudosa.
Finalmente, decidió colocar una base de tres, paralelos al muro, para colocar sobre ellos dos pisos de
dos y, encima de éstos, uno solo que serviría de plataforma. Tal estructura permitiría el ascenso con
un mínimo de problemas y daría la deseada altura. Aún mejor, pensó, podría utilizar sólo dos cajas de
base para soportar todo, dejando uno libre, que podría ser colocado en lo alto encaso de que tal
forma de escape necesitase aún mayor altitud. Y, de esta forma el prisionero se esforzó en aquel
crepúsculo, desplazando los inertes restos de mortalidad sin la menor ceremonia, mientras su Torre
de Babel en miniatura iba ascendiendo piso a piso. Algunos de los ataúdes comenzaros a rajarse bajo
el esfuerzo del ascenso, y él decidió dejar el sólidamente construído ataúd del pequeño Matthew
Fenner para la cúspide, de forma que sus pies tuvieran una superficie tan sólida, como fuera posible.
En la escasa luz había que confiar ante todo en el tacto para seleccionar la caja adecuada y, de
hecho, la encontró por accidente, ya que llegó a sus manos como através de alguna extraña volición,
después de que la hubiera colocado inadvertidamente junto a otra en el tercer piso.
Al cabo, la torre estuvo acabada, y sus fatigados brazos descansaron un rato, durante el que se sentó
en el último peldaño de su espantable artefacto; luego , Birch ascendió cautelosamente con sus
herramientas y se detuvo frente al angosto tragaluz. Los bordes eran totalmente de ladrillo y había
pocas dudas de que, con unos pocos golpes de cincel, se abriría lo bastante como para permitir el
paso de su cuerpo. Mientras comenzaba a golpear con el martillo, el caballo, fuera, relinchaba en un
tono que podría haber sido tanto de aliento como de burla. Cualquiera de los dos supuestos hubiera
sido apropiado, ya que la inesperada tenacidad de la albañilería, fácil a simple vista, resultaba sin
duda sardónicamente ilustrativa de la vanidad de los anhelos de los mortales, aparte de motivo de
una tarea cuya ejecución necesitaba cada estímulo posible.
Llegó el anochecer y encontró a Birch aún pugnando. Trabajaba ahora sobre todo el tacto, ya que
nuevas nubes cubrieron la luna y, aunque los progresos eran todavía lentos, se sentía envalentonado
por sus avances en lo alto y lo bajo de la abertura. Estaba seguro se que podr ía tenerlo listo a
medianoche... aunque era una cracterística suya el que esto no contuviera para él implicaciones
temibles. Ajeno a opresivas reflexiones sobre la hora, el lugar y la compañia que tenía bajo sus pies,
despedazaba filosóficamente el muro de piedra, maldiciendo cuando le alcanzaba un fragmento en el
rostro, y riéndose cuando alguno daba en el cada vez más excitado caballo que piafaba cerca del
ciprés. Al final, el agujero fué lo bastante grande como para intentar pasar el cuerpo por él, agitándose
hasta que los ataúdes se mecieron y crujieron bajo sus pies. Descubrió que no necesitaba apilar otro
para conseguir la altura adecuada, ya que el agujero se encontraba exactamente en el nivel
apropiado, siendo posible usarlo tan pronto como el tamaño así lo permitiera.
Debía ser ya la medianoche cuando Birch decidió que podía atravesar el tragaluz. Cansado y
sudando, a pesar de los muchos descansos, bajó al suelo y se sentó un momento en la caja del fondo
a tomar fuerzas para esfuerzo final de arrastrarse y saltar al exterior. El hambriento caballo estaba
relinchando repetidamente y de forma casi extraña, y él deseó vagamente que parara. Se sentía
curiosamente desazonado por su inminente escapatoria y casi espantado de intentarlo, ya que su
físico tenía la indolente corpulencia de la temprana media edad. Mientras ascendía por los astillados
ataúdes sintió con intensidad su peso, especialmente cuando, tras llegar al de más arriba, escuchó
ese agravado crujir que presagiaba la fractura total de la madera. Al parecer, había planificado en
vano elegir el más sólido de los ataúdes para la plataforma, ya que, apenas apoyó todo su peso de
nuevo sobre esa pútrida tapa, ésta cedió, hundiéndole medio metro sobre algo que no quería ni
imaginar. Enloquecido por el sonido, o por el hedor que se expandió al aire libre, el caballo lanzó un
alarido que era demasiado frenético para un relincho, y se lanzó enloquecido a través de la noche,
con la carreta traqueteando enloquecidamente a su zaga.
Birch, en esa espantosa situación, se encontraba ahora demasiado abajo para un fácil ascenso hacia
el agrandado tragaluz, pero acumuló energías para un intento concreto. Asiendo los bordes de la
abertura, tratando de auparse cuando notó un extraño impedimento en forma de una especie de tirón
en sus dos tobillos. Enseguida sintió miedo por primera vez en la noche, ya que, aunque pugnaba, no
conseguía librarse del desconocido agarrón que hacía presa de sus tobillos en entorpecedora
cautividad. Horribles dolores, como de salvajes heridas, le laceraron las pantorrillas, y en su mente se
produjo un remolino de espanto mezclado con un inamovible materialismo que suger ía astillas, clavos
sueltos y similares, propios de una caja rota de madera. Quizás gritó. Y en todo momento pateaba y
se debatía frenética y casi automáticamente mientras su conciencia casi se eclipsaba en un medio
desmayo.
El instinto guió su deslizamiento a través del tragaluz, y, en el arrastrar que siguió, cayó con un
golpetazo sobre el húmedo terreno. No podía caminar, al parecer, y la emergente luna debió
presenciar una horrible visión mientras él arrastraba sus sangrantes tobillos hacia la portería del
cementerio; los dedos hundiéndose en el negro mantillo, apresurándose sin pensar, y el cuerpo
respondiendo con una enloquecedora lentitud que se sufre cuando uno es perseguido por los
fantasmas de la pesadilla. No obstante, era evidente que no había perseguidor alguno, ya que se
encontraba solo y vivo cuando Armington, el guarda respondió a sus débiles arañazos en la puerta.
Armington ayudó a Birch a llegar a una cama disponible y envió a su hijo pequeño, Edwin, a buscar al
doctor Davis. El herido estaba plenamente consciente, pero no pudo decir nada coherente, sino
simplemnete musitar: "¡Ah, mis tobillos!" "Déjame", o "Encerrado en la tumba". Luego llegó el doctor
con su maletín, hizo algunas preguntas escuetas y quitó al paciente la ropa, los zapatos y los
calcetines. Las heridas, ya que ambos tobillos estaban espantosamente lacerados en torno a los
tendones de Aquiles, parecieron desconcertar sobremanera al viejo médico y, por último, casi
espantarlo. Su interrogatorio se hizo más que médicamente tenso, y sus manos temblaban al curar
los miembros lacerados, vendándolos como si desease perder de vista las heridas lo antes posible.
Siendo, como era Davis, un doctor frío e impersonal, el ominoso y espantoso interrogatorio resultó de
lo más extraño, intentando arrancar al fatigado enterrador cada mínimo detalle de su horrible
experiencia. Se encontraba tremendamente ansioso de saber si Birch estaba seguro -absolutamente
seguro- de que era el ataúd de Fenner en la penumbra, y de cómo había distinguido éste del
duplicado de inferior calidad del ruin de Asaph Sawyer. ¿Podría la sólida caja de Fenner ceder tan
fácilmente? Davis, un profesional con larga experiencia en el pueblo, había estado en ambos
funerales, aparte de haber atendido a Fenner como a Sawyer en su última enfermedad. Incluso se
había preguntado, en el funeral de éste último, cómo el vengático granjero podría caber en una caja
tan acorde al diminuto Fenner.
Davis se fue el cabo de dos horas largas, urgiendo a Birch a insistir en todo momento que sus heridas
eran producto enteramente de clavos sueltos y madera astillada. ¿Qué más, añadió, podría probarse
o creerse en cualquier caso? Pero haría bien en decir tan poco como pudiera y en no dejar que otro
médico tratáse sus heridas. Birch tuvo en cuenta tal recomendación el resto de su vida, hasta que me
contó la historia, y cuando vi las cicatrices -antiguas y desvaídas como eran- convine en que había
obrado juiciosamente. Quedó cojo para siempre, porque los grandes tendones fueron dañados, pero
creo que mayor fue la cojera de su espírtu. Su forma de pensar, otrora flemática y lógica, estaba
indeleblemente afectada y resultaba penoso notar su respuesta a ciertas alusiones fortuitas como
"viernes", "tumba", "ataúd", y palabras de menos obvia relación. Su espantado caballo hab ía vuelto a
casa, pero su ingenio nunca lo hizo. Cambió de negocio, pero siempre anduvo recomido por algo.
Podía ser sólo miedo, o miedo mezclado con una extraña y tardía clase de remordimiento por
antiguas atrocidades cometidas. La bebida, claro, sólo agravó lo que trataba de aliviar.
Cuando el doctor Davis dejó a Birch esa noche, tomó una linterna y fue al viejo mortuorio. La luna
brillaba en los dispersos trozos de ladrillo y en la roída fachada, así como en el picaporte de la gran
puerta, lista para abrirse con un toque desde el exterior. Fortificado por antiguas ordal ías en salas de
dirección, el doctor entró y miró alrededor, conteniendo la náusea corporal y espiritual ante todo lo
que tenía ante la vista y el olfato. Gritó una vez, y luego lanzó un boqueo que era más terrible que
cualquier grito. Después huyó a la casa y rompió las reglas de su profesión alzando y sacudiendo a su
paciente, lanzándole una serie de estremecedores susurros que punzaron en sus oídos como el siseo
del vitriolo.
-¡Era el ataúd de Asaph, Birch, tal como pensaba! Conozco sus dientes, con esa falta de incisivos
superiores... ¡Nunca, por dios, muestre esas heridas! El cuerpo estaba bastante corrompido, pero si
alguna vez he visto un rostro vengativo... o lo que fue un rostro... ya sabe que era como un demonio
vengativo... cómo arruinó al viejo Raymond treinta años después de su pleito de lindes, y cómo pateo
al perrillo que quizo morderle el agosto pasado... era el demonio encarnado, Birch, y creo que su afán
de revancha puede vencer a la misma Madre Muerte. ¡Dios mío, qué rabia! ¡No quiero ni pensar en
que se hubiera fijado en mí!
-"¿Por qué lo hizo, Birch? Era un canalla, y no lo reprocho que le diera un ataúd de segunda, ¡pero
fue demasiado lejos! Bastante tenía con apretujarlo de alguna manera ahí, pero usted sabía cuán
pequeño de cuerpo era el viejo Fenner.
-"Nunca podré borrar esa imagen de mis ojos mientras viva. Usted debió de patalear fuerte, porque el
ataúd de Asaph estaba en el suelo. Su cabeza se había roto, y todo estaba desparramado. Mira que
he visto cosas, pero eso era demasiado. ¡Ojo por ojo! Cielos, Birch, usted se lo buscó. La calavera me
revolvió el estómago, pero lo otro era peor... ¡Esos tobillos aserrados para hacerle caber en el ataúd
desechado de Matt Fenner!

sábado, 30 de mayo de 2009

El Espejo De Nitocris --- Brian Lumley


.El Espejo De Nitocris

Brian Lumley







¡Salud a la reina!
Emparedada viva,

No maldigáis más su colmena
Levantada bajo la pirámide,

Allí donde la arena
Ocultó su secreto.
Enterrada con su espejo
Para que ella,

Pueda ver a la medianoche
Figuras procedentes de otras esferas;

Sola con ellas,
Sepultada, horrorizada
¡hasta la muerte!

JUSTIN GEOFFREY



¡El espejo de la reina Nitocris!
Había oído hablar de él, desde luego -¿acaso existe algún ocultista que no lo haya oído nombrar?-, e incluso había leído algo al respecto en el apasionante libro de Geoffrey La gente del monolito, y sabía que se susurraban cosas sobre él en ciertos círculos en los que mi presencia es detestada. Sabia que Alhazred había insinuado ya sus poderes en el prohibido Necronomicon, y que ciertas tribus del desierto siguen haciendo un signo pagano que, cuando se les pregunta por su origen, dicen que se remonta muchísimos siglos atrás.
De modo que, ¿cómo podía ser que un tonto subastador pudiera estar allí declarando que aquello era el espejo de Nitocris? ¿Cómo se atrevía?
No obstante, el espejo procedía de la colección de Bannister Brown-Farley, el explorador, cazador y arqueólogo que, hasta su reciente desaparición, era reputado como un gran conocedor de objetos de arte raros y oscuros. Por otro lado, el aspecto del espejo era tan outré como se podía esperar de un objeto con su leyenda. Y, finalmente, ¿no era éste el mismo subastador que uno o dos años antes me había vendido la pistola de plata del barón Kant? No es que existiera una sola prueba de que la pistola, o la singular munición que la acompañaba, hubiera pertenecido realmente al barón cazador de brujas, pues la «K» que adornaba la culata podía significar cualquier cosa.
A pesar de todo, pujé por el espejo, así como por el diario de Bannister Brown-Farley y obtuve ambas cosas.
-Vendido al señor..., el señor De Marigny, ¿no es así? ¡Eso es! Vendido al señor Henri-Laurent de Marigny por...
Por una suma abominable.
De regreso a la gran casa de piedra gris que había sido mi hogar desde que mi padre me envió fuera de Estados Unidos, no pude dejar de asombrarme por el romántico bobo que había en mí y que me impulsaba a gastar mi dinero en tonterías como aquellas. Evidentemente, era un rasgo heredado, junto con mi afición por los misterios oscuros y las maravillas antiguas, absorbido en mi personalidad a través de mi padre, el mundialmente célebre místico de Nueva Orleans, Etienne-Laurent de Marigny.
Pero si el espejo perteneció realmente a la terrible soberana... ¡Vaya! Qué maravilloso objeto que añadir a mi colección. Lo colgué entre las estanterías, junto a las obras de Geoffrey, Poe, D'Erlette y Prinn. Porque, desde luego, los mitos y leyendas que había oído y sobre los que había leído en relación con él no eran más que eso: mitos y leyendas, y nada más.
Teniendo en cuenta mi creciente conocimiento de los misterios extraños de la noche, tendría que haber sabido mucho mejor lo que me hacía.
Una vez en casa, permanecí sentado durante largo rato, dedicándome a admirar el espejo allí donde lo había colgado, estudiando con atención el marco de bronce pulimentado, con sus serpientes y demonios hermosamente moldeados. Era como una página sacada directamente de Las mil y una noches. Su superficie era tan perfecta que incluso los últimos rayos de la luz solar que penetraban por las ventanas no reflejaban ningún brillo, sino un haz de luz pura que iluminaba mi estudio con un fulgor capaz de suscitar la ensoñación.
¡El espejo de Nitocris!
Nitocris. Se pensara lo que se pensase de ella, era una mujer, o un monstruo. Fue una reina de la sexta dinastía que gobernó sobre sus súbditos por medio del terror, con una voluntad sobrenatural de hierro, desde la sede de su trono, en Gizeh, y que en cierta ocasión invitó a todos sus enemigos a un festín en un templo situado por debajo del nivel del Nilo, ahogándolos a todos al abrir las compuertas del río, y cuyo espejo le permitía contemplar las regiones inferiores, allí donde los engreídos Shoggoths y las criaturas de las esferas oscuras organizaban sus orgías, envueltos en una lujuria y depravación asesinas.
Y si aquél era efectivamente el espejo aborrecido que se colocó en su tumba antes de emparedarla viva, ¿dónde lo había encontrado Brown-Farley?
Antes de que llegara a saberlo, se hicieron las nueve, y la luz había disminuido tanto que el espejo ya no era más que un apagado resplandor dorado al otro lado de la estancia, entre las sombras de la pared. Encendí la luz del estudio con el propósito de leer el diario de Brown-Farley, y tras recoger el pequeño libro que pareció abrirse automáticamente por una página señalada, quedé embebido en la historia que empezó a desplegarse ante mis ojos. Al parecer, el escritor había sido un avaro, pues la escritura era muy apretada y ocupaba toda la página, sin dejar apenas ningún espacio entre líneas. ¿O quizás había escrito aquellas páginas de un modo apresurado, ahorrándose los segundos perdidos en volverlas?
La primera palabra que atrajo mi vista fue ¡Nitocris!
El diario contaba cómo Brown-Farley había oído hablar de ella a una viejo árabe, descubierto mientras vendía objetos de una fabulosa antigüedad en los mercados de El Cairo. El hombre fue encarcelado por negarse a decir a las autoridades de dónde procedían aquellos tesoros. Sin embargo, cada noche hizo caer cosas tan malignas sobre las cabezas de sus carceleros, que, atemorizados, finalmente le dejaron en libertad. ¡Y él les bendijo en nombre de Nitocris! Y, no obstante, Abu Ben Reis no era uno de esos hombres que juraban en vano. No era de Gizeh, ni siquiera era uno de los morenos hijos de El Cairo. Su tribu natal estaba compuesta por nómadas que se desplazaban por el este, más allá del gran desierto. Así pues, ¿dónde se había puesto en contacto con el nombre de Nitocris? ¿Quién le había enseñado su bendición..., o dónde había leído algo al respecto? Porque, gracias a una cierta educación, Abu Ben Reis poseía una habilidad poco común para las lenguas y dialectos.
Del mismo modo que treinta y cinco años antes las posesiones inexplicables de un cierto Mohammed Hamad habían atraído a arqueólogos tan importantes como Herbert E. Winlock hacia el descubrimiento final de la tumba de las esposas de Tutmosis III, el conocimiento oculto que poseía Abu Ben Reis sobre los enterramientos antiguos, y en particular sobre la tumba de la reina del horror, fueron suficientes para que Brown-Farley acudiera a El Cairo en busca de fortuna.
Al parecer, estaba bien informado. El diario aparecía lleno de comentarios sobre tradiciones locales y leyendas relacionadas con la antigua reina. Brown-Farley había copiado datos de la obra de Wardle Notas sobre Nitocris y, en particular, el párrafo en el que se hablaba de su «espejo mágico»:

...entregado a sus sacerdotes por los horribles dioses del interior de la Tierra antes de que surgieran las más antiguas civilizaciones del Nilo... Una «puerta» a esferas desconocidas y a mundos de horror infernal en la figura de un espejo. Fue venerado por los pre-Imer Niahitas en Ptatlia, en el albor de la dominación del hombre sobre la Tierra, y finalmente encerrado por Nefrén-Ka en una cripta negra y sin ventanas en los bancos de arena de Shibeli. Yacía, pues, junto al brillante Trapezohedrón, ¿y quién puede saber las cosas que se reflejaron en sus profundidades? ¡Incluso el Cazador de la Oscuridad debió de haber balbuceado y blasfemado ante él! Robado, permaneció oculto, sin que nadie lo viera durante siglos, en los laberintos cubiertos de murciélagos de Kith, antes de caer en las horribles garras de Nitocris. Fueron numerosos los enemigos a los que encerró con el espejo como única compañía, sabiendo perfectamente que, a la mañana siguiente, la celda de la muerte se encontraría vacía, a excepción del siniestro espejo sobre la pared. Fueron numerosas las viles insinuaciones que dio sobre los destinos de aquellos que lo miraban impúdicamente a medianoche, desde el otro lado de la puerta de bronce. Pero ni siquiera Nitocris estaba a salvo de los horrores encerrados en el espejo y, a medianoche, era lo bastante prudente como para mirarlo apenas fugazmente...

¡La medianoche! ¡Vaya! Y ya eran las diez. Normalmente, suelo acostarme a esa hora. Y, sin embargo, allí me encontraba ahora, tan absorbido en la lectura de aquel diario que ni siquiera presté mayor atención a la idea de acostarme. Quizá todo habría ido mejor si lo hubiera hecho...
Seguí leyendo. Brown-Farley terminó por encontrar el paradero de Abu Ben Reis, lo emborrachó con licor y opio, y finalmente se las arregló para obtener la información que las autoridades no habían conseguido. El viejo árabe descubrió su secreto, aunque el diario ocultaba que no había sido tan fácil lograrlo. A la mañana siguiente, Brown-Farley tomó una ruta camellera muy poco utilizada y se internó en las tierras yermas situadas más allá de las pirámides donde se encontraba la primera tumba de Nitocris.
Pero, a partir de aquí, había grandes lagunas en la escritura... Páginas enteras arrancadas, frases tachadas con trazos negros y gruesos, como si el escritor se hubiera dado cuenta de que estaba revelando demasiadas cosas... También había párrafos incoherentes en los que se divagaba sobre los misterios de la muerte y del más allá. De no haber sabido que el explorador era un anticuario fanático (su colección subastada tenía una variedad increíble de objetos), y de que, antes de su búsqueda de la segunda tumba de Nitocris, había investigado en lugares muy antiguos, hubiera podido pensar que el escritor se había vuelto loco, a la luz de las últimas páginas del diario. A pesar de ello, casi estaba convencido de que, en efecto, había perdido la razón.
Evidentemente, había descubierto la última tumba de Nitocris, pues las alusiones y sugerencias resultaban demasiado claras. Pero, al parecer, no quedaba nada de valor. Abu Ben Reis se lo había llevado todo, a excepción del terrible espejo, y sólo cuando Brown-Farley se apoderó de este último objeto hallado en la tumba comenzaron sus verdaderos problemas. Por lo que pude deducir a partir de la narración, ahora ya francamente mutilada, empezó a desarrollar una obsesión mórbóla por el espejo, hasta el punto de que, durante las noches, lo mantenía completamente envuelto.
Pero antes de que pudiera continuar con la lectura del diario, me vi impulsado a sacar mi copia de las Notas sobre el Necronomicon, de Feery. En el fondo de mi mente hormigueaba algo, un recuerdo, algo que debía saber, que Alhazred había conocido y sobre lo que había escrito. Cuando extraje el libro de Feery de la estantería, me encontré frente al espejo. La luz de mi estudio era brillante, y la noche bastante cálida, con ese aire pesadamente opresivo que siempre es el preludio de una tormenta violenta. Me estremecí de un modo extraño cuando vi mi rostro reflejado en el espejo. Por un momento, me pareció como si el espejo me mirara maliciosamente.
Me encogí de hombros, desechando aquella sensación de temor, y me dediqué a buscar la sección donde se hablaba del espejo. En alguna parte, un gran reloj anunció las once y un relámpago en la distancia iluminó el cielo hacia el oeste, al otro lado de las ventanas. Faltaba una hora para la medianoche.
Mi estudio es un lugar de lo más desconcertante, con todos esos libros antiguos en las estanterías, sus manoseados lomos de piel y marfil brillando apagadamente con el reflejo de la luz del estudio, y con esa cosa que utilizo como pisapapeles y que no tiene paralelo alguno en ningún ambiente sano y ordenado; y ahora con la presencia del espejo y del diario. Todo ello empezaba a producirme un desasosiego como no había experimentado jamás. Fue una sorpresa darme cuenta de lo incómodo que me sentía.
Hojeé la a menudo fantasiosa reconstrucción del Necronomicon hecha por Feery hasta encontrar lo que buscaba. Lo más probable era que Feery no hubiese alterado esta sección, excepto, quizá, para modernizar la fraseología antigua del árabe «loco». Desde luego, el texto parecía corresponder a Alhazred. Y nuevamente aparecía allí una alusión a los acontecimientos que ocurrían a medianoche:

...porque mientras la superficie del espejo permanece quieta -tan lisa como la Piscina de Cristal de Yith-Shesh, o como el Lago de Hali cuando los Nadadores no hacen espuma-, y mientras sus puertas permanecen cerradas todas las horas del día, en la Hora de las Brujas, aquel que sabe, e incluso aquel que supone, puede ver en él todas las sombras y las figuras de la Noche y del Abismo, con el rostro de aquellos que las vieron antes. Y aunque el espejo pueda permanecer olvidado eternamente, su poder no morirá, y deberá saberse que:

No está muerto lo que puede mentir eternamente,
Y que, con extraños eones, hasta la muerte puede morir...

Reflexioné largamente sobre aquel extraño pasaje y las dos estrofas que lo terminaban. Los minutos transcurrieron en un silencio solemne sin que yo me diera cuenta.
Fueron las distantes campanadas de la media hora las que me sacaron de mi ensimismamiento para continuar con la lectura del diario de Brown-Farley. Le di la espalda adrede al espejo, reclinado en mi sillón, hojeando pensativamente las páginas. Pero sólo quedaban una o dos páginas por leer y, por lo que puedo recordar, el resto de la deshilvanada narración decía lo siguiente:

10. Pesadillas en el London, en el viaje de Alejandría a Liverpool. Dios sabe lo mucho que me hubiera gustado volar. Ni una sola noche de sueño. Todo indica que las llamadas «leyendas» no son tan fantásticas como parecían. ¡O estoy perdiendo el control de mis nervios! Posiblemente sólo es el eco de una conciencia de culpabilidad. Si ese viejo tonto de Abu no se hubiera mostrado tan condenadamente reacio a hablar..., si se hubiera dado por satisfecho con el opio y el licor, en lugar de pedir dinero..., ¿y para qué?, me pregunto. No había ninguna necesidad de todo eso. Y aquella palabrería suya de que «sólo quiero protegerme». ¡Bobadas! Ese viejo truhán ya había dejado el lugar bien limpio, a excepción del espejo... ¡El condenado espejo! Debo hacer un esfuerzo por recuperarme. ¿En qué estado se hallarán mis nervios que hasta tengo que cubrirlo durante la noche? Quizás haya leído el Necronomicon demasiadas veces. No sería el primer bobo que cae víctima de la trampa de ese condenado libro. Alhazred tuvo que haber estado tan loco como la propia Nitocris. Supongo que todo se deberá a la simple imaginación. Hay drogas capaces de producir los mismos efectos, estoy seguro. ¿No podría ser que el espejo tuviera algún mecanismo oculto a través del cual expulsa alguna clase de polvos tóxicos a intervalos regulares? Pero ¿qué clase de mecanismo seguiría funcionando perfectamente después de los muchos siglos que ha debido conocer ese espejo? ¿Y por qué siempre a medianoche? ¡Es algo condenadamente extraño! ¡Y esos sueños! Hay una forma segura de descubrirlo, desde luego. Dejaré pasar unos cuantos días más, y si las cosas no mejoran, bueno... Habrá que esperar y ver.
13. Ya está bien. Esta noche lo dejaré destapado. ¿De qué me sirve que un buen psiquiatra insista en que estoy perfectamente cuando yo sé que estoy enfermo? ¡Ese espejo está detrás de todo lo que me pasa! «Enfréntese a sus problemas», me dijo el tonto, «y si lo hace, dejarán de preocuparle». Así pues, eso será lo que haré esta misma noche.
13. Por la noche. Permanezco sentado y ya son las once y media. Esperaré a las campanadas de la medianoche y entonces le quitaré la funda al espejo y veré lo que hay que ver. ¡Dios! ¡Que un hombre como yo sufra tal crispación! ¿Quién creería que hace apenas unos pocos meses me sentía tan fuerte como una roca? Y todo por un maldito espejo. Fumaré y tomaré una copa. Eso está mejor. Sólo faltan veinte minutos. Se acerca el momento. Quizás esta noche pueda dormir por fin un poco. Todo el lugar parece haber quedado repentinamente en silencio, como si toda la casa estuviera esperando que ocurra algo. Me alegro de haber despedido a Johnson. No valía la pena permitir que me viera así. ¡En qué terrible estado me encuentro! Sólo faltan cinco minutos y siento la tentación de quitarle la funda al espejo ahora mismo. Ya está..., ¡es la medianoche! ¡ Ahora lo sabré!

¡Y eso era todo!
Volví a leer de nuevo las últimas frases, lentamente, preguntándome qué había en ellas capaz de alarmarme tanto. Y, ¡qué coincidencia!, cuando terminaba de leerlas por segunda vez un reloj distante, asordinado por la niebla de la ciudad, empezó a tocar las campanadas de la medianoche.
Doy gracias a Dios por haberme permitido escucharlas. Estoy seguro de que sólo un acto de la Providencia me impulsó a echar un vistazo a mi alrededor al escucharlas. Porque aquel espejo inerte, aquel espejo tan liso como la piscina de cristal de Yith-Shesh durante todas las horas del día... ¡ya no estaba allí!
Una cosa, una figura horrorosamente burbujeante procedente de las pesadillas más demoniacas de los peores locos, descendía su palpitante pulposidad del marco del espejo, penetrando en mi estudio..., y tenía un rostro allí donde no debía haber rostro alguno.
No recuerdo haberme movido -para abrir el cajón de mi mesa y extraer lo que había en él- y, sin embargo, tuve que haberlo hecho. Unicamente recuerdo los ensordecedores estampidos del revólver de plata que sostenía en mi temblorosa mano y, por encima de los truenos de una tormenta repentina, los quejidos de los fragmentos de cristal cuando aquel marco de bronce forjado en el infierno se torció y cayó de la pared.
También recuerdo que recogí las balas de plata extrañamente retorcidas esparcidas por mi alfombra de Bukhara. Y después me desmayé.


A la mañana siguiente, recogí los fragmentos de vidrio y los arrojé por encima de la borda del ferry del Támesis. En cuanto al marco, lo fundí, convirtiéndolo en una sólida pelota que enterré en mi jardín, a gran profundidad. Quemé el diario y esparcí sus cenizas al viento. Finalmente, acudí a mi médico y le pedí que me recetara algo para dormir. Sabía que iba a necesitarlo.
He dicho que aquella cosa tenía un rostro.
En efecto, en la parte superior de aquella masa brillante y burbujeante, habitante del infierno, había un rostro. Se trataba de un rostro compuesto en el que ninguna de las dos mitades se correspondía con la otra. Porque una pertenecía al rostro inmaculadamente cruel de una antigua reina de Egipto, mientras que la otra pude reconocerla con facilidad gracias a las fotografías que había visto publicadas en los periódicos... ¡Eran los rasgos ahora angustiados y lunáticos de un cierto explorador desaparecido últimamente!

La casa de Cthulhu --- Brian Lumley


Brian Lumley
La casa de Cthulhu





Donde en extraños ángulos se yerguen las murallas, enjutos centinelas de relucientes sombras velan la tumba de la inferna1 bestia no muerta...
Y dioses y mortales temen el hollar allá donde el portal a prohibidas esferas y tiempos está cerrado; mas monstruosos horrores aguardan al pasajero de extranos años...
Cuando despierte aquella que no está muerta...
«Arlyeh», fragmento de Leyendas de los Viejos Misterios de Teh Atht.
Traducido por Thelred Gustau de los Manuscritos de Theem'hdra.

Ocurrió pues en otro tiempo que Zar-thule el Conquistador, que es llamado Saqueador de Saqueadores, Buscador de Tesoros y Expoliador de Ciudades, navegó hacia el este con sus naves dragón; sí, orgulloso bajo las restallantes velas de sus naves dragón. El viento le era ahora favorable, y los remeros se apoyaban languidamente sobre sus asegurados remos, mientras los soñolientos timoneles mantenían el rumbo. Entonces Zar-thule divisó en el mar la isla Arlyeh, sobre la cual se alzaban altas y retorcidas torres de piedra negra, cuyas tortuosas estructuras se contorsionaban en ángulos desconocidos y alejados por completo del conocimiento del hombre. Sí, y aquella isla estaba rojizamente iluminada por el sol, que se ocultaba en sus imponentes riscos y llameaba tras las asimétricas espiras y torres de vigía construidas por manos distintas de las humanas.
Y aunque Zar-thule sentía una gran voracidad y empezaba a notarse cansado de las grandes extensiones de mar abiertas tras la prominente cola de su nave Fuego Rojo, y aunque miró con enrojecidos y rapaces ojos hacia la negra isla, dominó a sus saqueadores, ordenándoles que anclaran muy mar adentro hasta que el sol estuvo profundamente sumergido y desapareció en el Reino de Cthon; tragado por Chton, que permanece sentado en silencio para burlarse del sol, atrapado en su red mas allá del Borde del Mundo. Por supuesto, ésa era la norma que seguían siempre los incursores de Zar-thule, los cuales realizaban mejor sus acciones de noche, puesto que entonces Gleeth, el ciego Dios de la Luna, no les veía, ni oía en su celestial sordera los horribles gritos que siempre acompañaban a sus incursiones.
Porque, no obstante su crueldad, que estaba más allá de toda palabra, Zar-thule no era un estúpido. Sabía que sus lobos debían descansar antes de emprender una acción, que si los tesoros de la Casa de Cthulhu eran ciertos, como imaginaba en el ojo de su mente..., entonces era probable que estuvieran muy bien guardados por guerreros que no iban a entregarlos fácilmente. Y sus saqueadores estaban tan cansados como el propio Zar-thule, de modo que les hizo descansar a todos bajo los pintados escudos que se alineaban a lo largo de las cubiertas y recoger las grandes velas de piel de dragón teñida, y montó una guardia que en mitad de la noche debería despertar a los hombres de sus veinte naves para lanzarse al saqueo de la isla de Arlyeh.
Lejos estaba el momento en que los saqueadores de Zar-thule habían remado, antes de que los vientos les fueran lavorables; sí, lejos el tiempo del saqueo de Yaht-Haal, la Ciudad de Plata al borde de las tierras heladas. Sus provisiones estaban casi agotadas, sus espadas herrumbrosas por la sal del océano; mas ahora comieron todo lo que les quedaba y bebieron todos los licores de que disponían, y limpiaron y afilaron sus terribles hojas antes de entregarse en brazos de Shoosh, Diosa de los Durmientes. Sabían muy bien que pronto entrarían en incursión, cada cual por su cuenta, y el botín estaría de acuerdo con lo mucho que sus espadas fueran esgrimidas y lo profundo y ávido que bebieran.
Y Zar-thule les había prometido grandes tesoros, sí, inmensos tesoros de la Casa de Cthulhu, porque allí en la saqueada y destruida ciudad al borde de las tierras heladas, había oído de los crispados y burbujeantes labios de Voth Vehm el nombre de la prohibida isla de Arlyeh. Voth Vehm, en la agonía de terribles torturas, había gritado el nombre de su hermano-sacerdote, Hath Vehm, que guardaba la Casa de Cthulhu en Arlyeh. Y Voth Vehm había respondido incluso en la hora de su muerte a las torturas adicionales de Zar-thule; gritando que Arlyeh era una isla prohibida esclavizada por el Durmiente pero todavía tenebroso y terrible dios Cthulhu, la puerta de cuya casa guardaba su hermano-sacerdote.
Entonces había razonado Zar-thule que Adyeh debía de contener inmensas riquezas, porque sabía que los hermanos-sacerdotes no se traicionaban los unos a los otros; y, sí, sin duda Voth Vehm había hablado tan terriblemente de su tenebroso y terrible dios Cthulhu a fin de alejar la avaricia de Zar-thule del santuario en medio del océano de su hermano-sacerdote, Hath Vehm. Así pensó Zar-thule, cavilando sobre las palabras del muerto y desfigurado hierofante, hasta que decidió abandonar la saqueada ciudad. Entonces, con las llamas ascendiendo brillantes en el cielo y reflejándose en su rojiza estela, Zar-thule puso a sus naves dragón rumbo a mar abierto; sí, las puso rumbo a mar abierto, cargadas con el botín de plata, en busca de Arlyeh y los tesoros e la Casa de Cthulhu. Y así había llegado hasta aquel lugar.
Poco antes de la hora de la medianoche, la guardia arrancó a Zar-thule, y todos los descansados hombres de las naves dragón, de los brazos de Shoosh; y entonces, bajo el moteado rostro de plata de Gleeth, el ciego Dios de la Luna, viendo que el viento había decaído, sacaron sus remos y los hundieron profundamente en el agua, y así se acercaron a la orilla. A una docena de brazas de la playa, Zar-thule lanzó su grito de saqueo, y sus tambores empezaron a batir fuerte y rítmicamente, indicando a los entrenadlos pero todavía indómitos saqueadores que podían avanzar al asalto.
La quilla rozó la arena, y de la proa de dragón saltó Zar-thule a las lóbregas y someras aguas, y todos sus capitanes y hombres, para vadear hasta la orilla y cruzar la franja negra de noche de la playa agitando sus espadas... ¡Y todo ello para nada! Porque la isla siguió tranquila y silenciosa, y aparentemente desierta...
Sólo entonces se dio cuenta el Expoliador de Ciudades del verdaderamente pavoroso aspecto de la isla. Negros montones de mampostería derrumbada, festoneados con algas arrastradas por la marea, se erguían de la oscura y húmeda arena, y de aquellas desoladas e inmemoriales reliquias parecía emerger un presagio de que no sólo eran un recuerdo de tiempos pasados; grandes cangrejos se movían por entre las arcaicas ruinas, y miraban con pedunculados ojos color rubí a los intrusos; incluso las pequenas olas rompían con un fantasmal hush, hush, hush contra la arena, los guijarros y los despojos primordiales de desmoronadas pero aparentemente sensitivas torres y tabernáculos. Los tambores tartamudearon y se detuvieron, y el silencio reinó.
Entonces muchos de aquellos saqueadores reconocieron extraños dioses y recordaron extrañas supersticiones, y Zar-thule se dio cuenta de ello y no le gustó su silencio. ¡Era un silencio que podía conducir al amotinamiento!
–¡Ja! –exclamó, él que no adoraba ni a dios ni a demonio, ni prestaba oídos a las sombras de la noche–. Ved..., los guardianes han sabido de nuestra llegada y han huido al extremo más alejado de la isla... O quizá han cerrado filas en la Casa de Cthulhu.
Y diciendo esto formó a sus hombres en un cuerpo compacto y avanzó hacia el interior de la isla.
Mientras avanzaban pasaron junto a aglomeraciones de construcciones paleolíticas no abatidas aún por el océano, recorriendo silenciosas calles cuyas fantásticas fachadas les devolvían el batir de los tambores con una estraña monotonía apagada.
Momificados rostros de contemporanea antigüedad parecían espiarles desde las vacías y extrañamente inclinadas torres y escarpadas espiras; huidizos fantasmas que revoloteaban de sombra en sombra al compas de los hombres que avanzaban, hasta que algunos de ellos sintieron crecer su temor y suplicaron a Zar-thule:
–Amo, permítenos marcharnos de aquí, porque parece que no hay ningún tesoro, y este lugar no es parecido a ningún otro; hiede a muerte, y parece como si los muertos estuvieran caminando por entre las sombras.
Pero Zar-thule agarró a uno de los que estaban cerca de él murmurando así, y gritó:
-¡Cobarde! ¡No mereces vivir!
Y alzando su espada, la dejó caer sobre el tembloroso hombre, partiéndolo en dos partes, de tal modo que el hendido cuerpo lanzó un solo y breve grito antes de caer con dos golpes sordos sobre la negra tierra. Pero entonces Zar-thule se dio cuenta de que eran muchos los que estaban terriblemente asustados, de modo que hizo encender antorchas y las hizo distribuir, y siguieron su camino isla adentro Mas allá, pasadas unas bajas y oscuras colinas, llegaron a un gran conjunto de extrañamente labrados y monolíticos edificios, todos ellos con el mismo diseño, comprendiendo confusos ángulos y superficies, y todos con el hedor de un profundo pozo, sí, el hedor de un profundo pozo a su alrededor. Y en el centro de aquellos pestilentes megalitos se erguía la mayor torre de todas ellas, un enormie menhir que se alzaba som ventanas hasta gran altura y en cuya base cuatro rechoncos pedestales ofrecían el aspecto de monstruos tentaculares de aterrador aspecto, lúgubremente tallados.
–¡Ja! -exclamó Zar-thule–. Seguro que ésta es la Casa de Cthulhu; ¡y ved que todos sus guardianes y sacerdotes han huido antes de nuestra llegada para escapar al pillaje!
Pero una trémula voz, vieja y aturdidora, respondió desde las sombras de la base de uno de los grandes pedestales, diciendo:
–Nadie ha huido, oh, saqueador, porque no hay nadie para huir aquí, excepto yo... Y yo no puedo huir porque guardo la puerta contra aquellos que puedan pronunciar Las Palabras.
Al sonido de su vieja voz en la quietud, todos los saqueadores se sobresaltaron, y miraron nerviosamente hacia las agitantes sombras más allá de las antorchas; pero un intrépido capitán avanzó unos pasos para extraer de la oscuridad a un viejo, viejo hombre... , y, oh, todos retrocedieron de inmediato apenas vieron el aspecto de aquel mago. Porque sobre su rostro y manos, sí, y sobre todas las partes visibles de su cuerpo, una especie de liquen gris y velludo parecía arrastrarse sobre su piel, mientras permanecía allí de pie, encorvado y temblando a causa de su increíble edad.
–¿Quién eres tú? -preguntó Zar-thule, horrorizado ante la visión de un espectáculo tan terrible de espantosa enfermedad; sí, incluso é1 horrorizado...
–Soy Hath Vehm, hermano-sacerdote de Veth Vehm, que sirve a los dioses en los templos de Yaht-Haal, la Ciudad da Plata. Soy Hath Vehm, mantenedor de la Puerta en la Casa de Cthulhu, y te advierto que está prohibido tocarme.
Miró con húmedos ojos al capitán que lo sujetaba,hastaque el saqueador retiró sus manos.
–Y yo soy Zar-thule el Conquistador –exclamó Zar-thule, menos sorprendido ahora–. Saqueador da Saqueadores, Buscador de Tesoros y Expoliador de Ciudades.
He saqueado Yaht-Haal, sí, he saqueado la Ciudad de Plata, y la he incendiadohastadejarla arrasada. Y he torturado a Veth Vehm hasta la muerte.
Pero al morir gritó un nombre, sí, pese a los carbones ardientes que horadaban su vientre. Y era tu nombre el que gritó. Y era realmente un hermano tuyo, Hath Vehm, puesto que me advirtió acerca del terrible dios Cthulhu y de su «prohibida» isla Arlyeh. Pero yo sabía que no decía la verdad, que lo único que estaba haciendo era proteger un gran y sagrado tesoro, y a su hermano-sacerdote, que guarda ese tesoro, ¡indudablemente en medio de extrañas ruinas, para alejar a los asustadizos y supersticiciosos saqueadores! Pero Zar-thule no es ni un miedoso ni un crédulo, viejo. Aquí estoy, ¡y te digo por tu vida que sabré la forma de entrar en esta casa del tesoro antes de una hora!
Entonces los capitanes y hombres de Zar-thule se envalentonaron. Oyendo a su jefe hablarle así al anciano sacerdote de la isla, y notando la temblorosa enfermedad y la horrible desfiguración del viejo, fueron avanzando poco a poco hasta la imponente torre de oscuros ángulos, hasta que uno de ellos encontró una puerta. Era una puerta grande, alta, sólida, ancha, y en ninguna forma escondida a quien la buscara; y sin embargo, a veces parecía estrecha en su parte superior e indistinta en sus bordes. Se alzaba en mitad da la pared de la Casa de CthuIhu, y no obstante parecía como si estuviera inclinada hacia un lado... ¡y entonces, al momento siguiente, parecía inclinarse hacia el otro! Su superficie estaba tallada con rostros inhumanos que miraban de soslayo, mezclados con hórridos jeroglíficos, y aquellos caracteres desconocidos parecían contorsionarse en torno a los esperpénticos rostros, y sí, también esos rostros se movían y hacían muecas a la luz de las vacilantes llamas de las antorchas.
El anciano Hath Vehm vino hacia ellos mientras se apiñaban maravillados junto a la gran puerta y los dijo:
–Sí, ésa es la puerta da la Casa de Cthulhu; yo soy su guardián.
–Bien –dijo Zar–thule, que también había acudido hasta allí–, y ¿hay alguna llave para esta puerta? No parece haber ningún medio de entrar.
–Sí, hay una llave, pero no es una que tú puedas imaginar fácilmente; ¡porque no es de metal, sino de palabras!
–¿Magia? –preguntó Zar-thule sin intimidarse, puesto que había oído hablar muchas veces de tales taumaturgias.
–¡Sí, magia! -admitió el Guardián de la Puerta.
Zar-thule apoyó la punta de su espada en la garganta del viejo, observando mientras lo hacía que la velluda excrecencia gris ascendía hacia el rostro del viejo y su huesudo cuello, y dijo:
–¡Entonces pronuncia esas palabras ahora y deja que hagamos nuestro trabajo!
–No, no puedo decir Las Palabras... He jurado guardar la puerta y que Las Palabras no sean pronunciadas munca, ni por mi mismo ni por ningún otro que quiera abrir la Casa de Cthulhu con fines estúpidos o impropios. Puedes matarme, sí, puedes arrancarme la vida con esa hoja que apoyas ahora en mi garganta, pero no pronunciaré Las Palabras...
–¡Y yo digo que lo harás... finalmente! –exclamó Zar-thule con voz absolutamente fría..., más fría aún que el agua nieve del norte.
Tras lo cual bajó su espada y ordenó a dos de sus hombres que avanzaran, tomaran al anciano y lo ataran con correas en estacas clavadas con rapidez en el suelo, una estaca para cada brazo y una para cada pierna, de modo que quedara tendido de espaldas contra el suelo, brazos y piernas abiertos, no lejos de la enorme y extrañamente tallada puerta en la pared de la Casa de Cthulhu.
Entonces fue encendido un fuego con los diseminados matojos de las bajas colinas y maderos tomados de la orilla, y otros de los saqueadores de Zar-thule salieron a atrapar a unos cuantos grandes pájaros nocturnos que no conocían el poder de volar; y mientras, otros encontraron un manantial de salina agua y llenaron con ella sus pellejos. Pronto una insípida pero satisfactoria comida giraba en los espetones sobre el fuego, y en el mismo fuego las puntas de unas espadas brillaron rojas, luego blancas; hasta que Zar-thule y los capitanes y hombres hubieron llenado sus estómagos, tras lo cual el Saqueador de Saqueadores hizo un gesto a sus torturadores indicándoles que podían empezar con su tarea. Y los torturadores avanzaron para recobrar sus espadas; sí, porque naturalmente aquellas espadas con sus puntas en el fuego eran las de ellos. Zar-thule había adiestrado personalmente a aquellos torturadores, de tal modo que eran virtuososen las artes de las tenazas y los hierros candentes.
Pero entonces se produjo una distraccion. Durante algún tiempo uno de los capitanes –su nombre era Cush- ad; era el que primero había encontrado al viejo sacerdote entre las sombras del gran pedestal y lo había arrastrado hacia delante– había permanecido contemplándose las manos de una forma extraña a la luz del luego y frotándoselas contra la piel de su chaqueta. De pronto lanzó una maldición y saltó en pie, derramando a su alrededor todos los restos de su comida. Empezó a dar saltos como si estuviera aterrado, golpeando locamente con sus manos las piedras planas que había a su alrededor. Luego de repente se detuvo y lanzó penetrantes miradas a sus desnudos antebrazos. En el mismo momento los ojos parecieron salírsele de las órbitas y gritó como si hubiera sido atravesado una y otra vez con una hoja puntiaguda; corrió hacia el fuego y metió las manos en él, hasta los codos. Luego volvió a extraer los brazos de las llamas, vacilando y gimiendo y apelando a algunos de sus dioses, y se alejó tambaleándose hacia la noche, sus brazos humeando y chorreando un liquido burbujeante sobre el suelo.
Desconcertado, Zar-thule envió a un hombre tras él con una antorcha, el cual pronto regresó temblando y con un rostro muy pálido a la luz del fuego para explicar cómo el loco había caído –o saltado– en una profunda grieta, donde yacía ahora muerto, pero que antes de saltar había podido ver muy claramente sobre su rostro ¡algo gris y velludo arrastrándose! Y mientras caía, sí, mientras se estrellaba abajo, matándose, había gritado: «¡Inmundo, inmundo, inmundo!».
Entonces, mientras estaban escuchando aquello, todos recordaron las palabras de advertencia del viejo sacerdote cuando Cush-had lo había sacado de su escondite, y la forma en que sus llameantes ojos habían mirado al infortunado capitán, y todos contemplaron al anciano allí donde yacía fuertemente atado al suelo. Los dos saqueadores cuya tarea había sido atarlo allí se miraron el uno al otro con ojos muy abiertos, sus rostros palideciendo perceptiblemente a la luz de las llamas, e iniciaron un pausado y secreto examen de sus personas; sí, un examen minucioso...
Zar-thule notó que el miedo soplaba en los corazones de sus saqueadores como el viento del este cuando sopla rápido y salvaje en el desierto de Sheb. Escupió al suelo y alzó la espada, gritando:
–¡Escuchadme! Todos sois unos cobardes supersticiosos, todos vosotros, con vuestros temores y supersticiones de viejas comadres. ¿Qué tenéis aquí para asustaros? ¡Un hombre viejo, solo, en una negra roca en medio del mar!
–Pero yo vi aquello que reptaba por el rostro de Cush-had... –empezó a decir el hombre que había seguido al enloquecido capitán.
–Sólo creíste ver algo –le interrumpió secamente Zar-thule–. Únicamente el vacilante resplandor de la llama de tu antorcha, y nada mas. ¡Cush-had era un loco!
–Pero...
–¡Cush-had era un loco! –dijo Zar-thule de nuevo, y su voz se volvió muy fría–.
¿Estáis también locos todos vosotros? ¡Queda sitio para todos en el fondo de aquella grieta!
El hombre retrocedió, encogiéndose, y no dijo nada más, y de nuevo llamó Zar-thule a sus torturadores y les dijo que tenían que empezar con su trabajo.

Las horas pasaron.
Por viejo y fríamente sordo que fuera Gleeth, el Dios de la Luna, es probable que captara algo de los agónicos gritos y el hedor de carne humana quemándose que ascendieron de Arlyeh aquella noche, porque pareció sumergirse en el cielo muy rápidamente.
Ahora, sin embargo, la destrozada y ennegrecida figura tendida sobre el suelo ante la puerta en la pared de la Casa de Cthulhu ya no tenía fuerzas suficientes para gritar; y Zar-thule desesperaba, porque se había dado cuenta de que pronto el sacerdote de la isla se sumiría en el último y más largo de los sueños; y sin embargo Las Palabras no eran pronunciadas. El rey de los saqueadores estaba perplejo también por la terca negativa del anciano a admitir que la puerta en el impresionante menhir ocultaba un tesoro; pero al final atribuyó todo aquello a los votos que sin duda debía de haber formulado Hath Vehm en su iniciación al sacerdocio.
Los torturadores no habían realizado bien su trabajo. Habían temido tocar al anciano con nada que no fueran sus espadas al rojo; no habían puesto –ni siquiera cuando fueron amenazados de la más terrible de las maneras– sus manos sobre él ni se habían acercado más de lo absolutamente necesario para la aplicación de su agónico arte. Los dos saqueadores responsables de atar al anciano estaban ahora muertos, asesinados por antiguos camaradas sobre los cuales habían puesto inadvertidamente sus manos de forma amistosa; y aquellos que habían sido tocados, sus asesinos, eran evitados ahora por sus compañeros y permanecían sentados completamente aparte de los demás saqueadores.
Cuando la primera luz del alba empezó a asomar detrás del mar oriental, Zar-thule perdió finalmente la paciencia y se volvió hacia el agonizante sacerdote con auténtica furia. Tomó su espada, alzándola sobre su cabeza con las dos manos..., y entonces Hath Vehm habló:
–Espera –susurró, su voz convertida en un torturado y apenas audible graznido–.
Espera, oh, saqueador...; te dire Las Palabras.
–¿Qué? –gritó Zar-thule, bajando la hoja–. ¿Abrirás la puerta?
–Sí –le llegó el graznante susurro–. Abriré la Puerta... Pero primero dime:
¿saqueaste realmente Yaht-Haal, la Ciudad da Plata, y la arrasaste con el fuego, y torturaste a mi hermano- acerdote hasta la muerte?
–Todo eso hice –asintió insensiblemente Zar-thule.
–Entonces acércate. –La voz de Hath Vehm se hizo apenas audible–. Más cerca, oh, rey de los saqueadores, para que puedas oírme en mi hora final.
Ansiosamente, el Buscador de Tesoros inclinó el oído hacia los labios del anciano, arrodillándose a su lado allí donde yacía... ¡y de inmediato Hath Vehm alzó la cabeza del suelo y escupió sobre Zar-thule!
Entonces, antes de que el Expoliador de Ciudades pudiera pensar o hacer nigún movimiento para secar el legamoso escupitajo de su frente, Hath Vehm dijo Las Palabras; en una voz clara y fuerte las dijo... Palabras de una terrible resonancia y una extraña cadencia que solamente un adepto podría repetir... E inmediatamente la puerta emitió un gran retumbar en la prominente pared de extraños ángulos.
Olvidando por un momento el contaminado insulto del anciano sacerdote, Zar-thule se volvió para ver la enorme y perversamente grabada puerta temblar y osciar y luego, movida por alguna fuerza desconocida, moverse o deslizarse hasta que de ella sólo quedo un enorme agujero abierto a las tinieblas. Entonces, a la primera luz del alba, la horda de saqueadores se abalanzó para buscar el tesoro con sus propios ojos; sí, para buscar el tesoro al otro lado de la abierta puerta. Y Zar-thule entró también en la Casa de Cthulhu, pero de nuevo el agonizante hierofante le gritó:
–¡Espera! ¡Hay más palabras, oh, rey de los saqueadores!
–¿Más palabras?
Zar-thule se volvió, y el sacerdote, cuya vida se le escapaba con rapidez, sonrió melancólicamente a la vista de la velluda mancha gris que empezaba a reptar por la frente del bárbaro encima de su ojo izquierdo.
–¡Si, más palabras! Escucha: hace mucho, mucho tiempo, cuando el mundo era muy joven, antes de que Arlyeh y la Casa de Cthulhu se hundieran por primera vez en el mar, viejos y sabios dioses establecieron un conjuro según el cual, cuando la Casa de Cthulhu emergiera de las aguas y fuera asaltada por hombres estúpidos, pudiera ser cerrada de nuevo..., sí, e incluso la propia Arlyeh se sumergiera de nuevo bajo el salado elemento. ¡Ahora yo pronunciaré esas otras Palabras!
Rápidamente, el rey de los saqueadores se abalanzó hacia é1, con la espada alzada, pero antes de que su hoja pudiera caer, Hath Vehm gritó muy alto aquellas otras extrañas y terribles Palabras; y entonces, toda la isla se sacudió, vitima de un gran terremoto. Movida por una terrible rabia y un terrible miedo, la espada de Zar-thule cayó, y separó de un solo tajo la retorcientee y espumeante cabeza del anciano de su furioso cuerpo; pero mientras la cabeza rodaba libre de su atadura, la isla sufrió un nuevo estremecimiento, y el suelo retumbó y empezó a henderse.
De la abierta puerta de la Casa de Cthulhu, por la que se había precipitado la horda de ansiosos saqueadores en busca del tesoro, empezaron a surgir agudos y singularmente horribles gritos de miedo y tormento..., y un repentino y aún más horrible hedor. Y entonces supo Zar-thule, con una absoluta seguridad, que no había ningún tesoro.
Grandes nubes negras se acumularon rápidamente, y lívidos relámpagos arañaron el cielo; los vientos azotaron el largo pelo negro de Zar-thule sobre su rostro, mientras se agachaba presa de horror ante la abierta puerta de la Casa de Cthulhu. Más y más se desorbitaron sus ojos mientras intentaba mirar más allá de la fétida oscuridad de aquella inconmensurablemente antigua abertura... Pero un momento más tarde dejó caer su gran espada al suelo y gritó; sí, incluso el Saqueador de Saqueadores gritó. Porque dos de sus locos habían surgido de la oscuridad, en una forma que recordaba más a unos cachorros azotados que a auténticos lobos, chillando, balbuceando y trastabillando frenéticamente bajo los extraños ángulos del orificio de aquella boca... ¡Pero habían salido tan sólo para ser atrapados de nuevo y estrujados como uvas maduras por titánicos tentáculos que aparecieron flagelantes desde las oscuras profundidades de más allá! Aquellos apéndices gomosos arrastraron de nuevo los aplastados cuerpos hacia la intensa oscuridad, de la cual brotaron instantáneamente los más monstruosos y nauseabundos babeos y sorbidos, antes de que los despedazados miembros fueran arrojados de nuevo a la luz del amanecer. Esta vez cayeron al borde de la abertura, y tras ellos apareció... ¡un rostro!
Zar-thule contempló cara a cara el enormemente hinchado rostro Cthulhu, y gritó de nuevo cuando los horribles ojos de aquel Ser lo descubrieron allí donde permanecía acuclillado... ¡Lo descubrieron y se iluminaron con una espantosa luz!
El rey de los saqueadores hizo una pausa, inmovilizado por el pavor, pero tan sólo por un momento –y sin embargo lo bastante largo como para que el definitivo horror de la cosa enmarcada en el titánico umbral penetrara en cerebro–, antes de que sus piernas recobraran las fuerzas. Entonces se dio la vuelta y huyó; corriendo por las bajas y negras colinas hacia la orilla y hacia la nave, que sin saber cómo, él solo y en su frenético terror, consiguió alejar de allí. Mas en el ojo de su mente quedó grabada indeleblemente a fuego aquella horripilante visión, el terrible Rostro y Cuerpo del Señor Cthulhu.
Primero habían sido los tentáculos, brotando de una verde y pulposa cabeza de la que asomaban como mortíferos pétalos en el corazón de una obscenamente híbrida orquídea; después un escamoso y amorfamente elástico cuerpo de inmensas proporciones, con garrudas patas delante y detrás largas y estrechas alas que reunían en ellas todo el horror de la patente incapacidad de unas alas de alzar jamás aquella fantástica masa..., ¡y luego 1os ojos! ¡Nunca antes había visto Zar-thule el diabólico desenfreno expresado en la definitiva y astuta malignidad de los ojos de Cthulhu!
Cthulhu no había terminado todavía con Zar-thule, puesto que mientras el rey de los saqueadores forcejeaba alocadamente con su vela, el monstruo avanzó cruzando las bajas colinas a la luz del amanecer, babeando y descendiendo hasta el mismo borde del agua. Entorces, cuando Zar-thule vio recortada contra la mañana la montana que era Ctnulhu, enloqueció durante un tiempo; lanzándose de lado a lado de la nave hasta el punto de caer casi al mar, echando espuma por la boca y balbuceando horriblemente lastimeras plegarias... Sí, incluso Zar-thule, cuyos labios jamás habían pronunciado plegarias antes, rogaba ahora a algunos dioses benevolentes de los que había oído hablar. ¡Y pareció como si esos compasivos dioses, si es que existen, le hubieran oído!
Con un retumbar y un estallido mayores que cualquiera que hubiera visto antes, llegó el despedazamiento final, que salvó la mente, el cuerpo y el alma de Zar-thule; toda la isla se escindió como fruta madura; la enorme masa de Arlyeh se partió en varios pedazos, que se hundieron en el mar. Con un penetrante grito de frustrada rabia y deseo –un grito que Zar-thule oyó dentro de su mente tanto como de sus oídos–, el monstruo Cthulhu se hundió también con la isla y su casa, desapareciendo en las agitadas olas.
Entonces se produjo una gran tormenta que pareció precursora del Fin del Mundo; vientos fantasmales aullaron, y olas demoniacas se estrellaron encima y contra la nave dragón de Zar-thule, quien durante dos días farfulló y gimió doblado sobre sí mismo, en los estremecidos restos de lo que habla sido su nave Fuego Rojo, antes de que la gigantesca tormenta claudicara.
Finalmente, casi muerto de hambre, el otrora Saqueador de Saqueadores fue descubierto a la deriva en medio de una calma chicha, no lejos de las regiones fronterizas de Teem'hdra; y entonces, en las bodegas de la nave de un rico comerciante, fue llevado hasta los muelles de la ciudad de Klühn, la capital de Teem'hdra.
Fue llevado a tierra empujado al extremo de largos remos, tambaleante, débil y lloriqueante, y horrorizado de seguir viviendo... ¡porque había visto a Cthulhu!
La utilización de los remos tuvo mucho que ver con su apariencia, porque ahora Zar-thule había cambiado, se había convertido en algo que en en menos tolerantes partes del mundo no hubiera merecido otra cosa que ser quemado. Pero los habitantes de Klühn eran gente compasiva; no lo quemaron, sino que lo bajaron en una cesta a una profunda celda subterránea, con antorchas para iluminar el lugar, y pan y agua diarios, que lo mantuvieran con vida hasta que su vida se agotara por sí misma. Cuando hubo recuperado parcialmente la salud y la cordura, hombres sabios y médicos acudieron a hablar con él desde arriba y preguntarle por su extraña aflicción, que mantenía asombrados a todos.
Yo, Ten Atht, fui uno de los que acudía a él, y así llegué a conocer su relato.
Y sé que es cierto porque a menudo a lo largo de los años he vuelto a oír historias acerca de ese repulsivo Señor Cthulhu que cayó de las estrellas cuando el mundo era un niño incipiente. Hay leyendas y leyendas, sí, y una de ellas es que cuando pasado el tiempo correspondiente y las estrellas tengan la configuración correcta, Cthulhu se arrastrará babeante fuera de Su Casa en Arlyeh, y el mundo temblará ante Su pisada, y estallará en locura ante Su contacto.
Dejo este testimonio para los hombres aún no nacidos, un testimonio y una advertencia: dejadlo solo por completo, porque no esta muerto quien duerme profundamente, y mientras quizá las mareas submarinas han extirpado para siempre la alienigena contaminación que alcanzó a Arlyeh –ese síntoma delía de Cthulhu que creció espantosamente sobre Hath Vehm y se transfirió a algunos de los saqueadores de Zar-thule–, el propio Cthulhu vive todavía, y aguarda a aquellos que puedan liberarlo. Lo sé. En sueños... ¡yo mismo he oído su llamada!
Y cuando sueños como ése aparecen en mitad de la noche para amargar el dulce abrazo de Shoosh, me despierto temblando, y camino arriba y abajo por los suelos pavimentados de cristal de mis estancias sobre la bahía de Klühn, hasta que Cthon suelta el sol de su red para que se alce de nuevo. Y una y otra vez recuerdo el aspecto de Zar-thule la última vez que lo vi a la vacilante luz de las antorchas en su profunda celda subterránea; una vacilante masa gris de aspecto mucilaginoso, que se movía no por voluntad propia sino por razón del parásito que no deja de crecer, y que vive sobre él y dentro de él...

Los gatos de Ulthar -- H. P. Lovecraft

UNIVERSIDAD MISKATÓNICA LOVECRAFTIANA

Los gatos de Ulthar
H. P. Lovecraft


Se dice que en Ulthar es un pueblo situado más allá del río Skai, nadie puede matar un solo gato; cosa que creo firmemente cuando contemplo el que tengo ronroneando ante el fuego. Pues el gato es enigmático, y está familiarizado con las cosas extrañas que los hombres no pueden ver. Es el alma del antiguo Egipto, y depositario de las leyendas de las ciudades olvidadas de Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la vieja y siniestra África. La Esfinge es su prima, y recuerda lo que ella ha olvidado.
En Ulthar, antes de que sus diputados prohibiesen matar gatos, vivían un viejo campesino y su esposa que disfrutaban poniendo trampas a los gatos del vecindario para matarlos. No sé por qué lo hacían; hay quienes detestan los maullidos por la noche, y no les gusta que los gatos anden furtivamente por patios y jardines al anochecer. Sea cual sea el motivo, este viejo matrimonio gozaba atrapando y matando todo gato que se acercaba a su casucha miserable; y por lo que se oía después en la noche, muchos de los lugareños sospechaban que tenían un modo de matarlos de lo más singular. Sin embargo, no hablaban de esto con el viejo matrimonio, debido a la habitual expresión de sus rostros arrugados, y a que su choza era muy pequeña y estaba oculta y oscurecida bajo unos olmos corpulentos, en el fondo de un patio abandonado. En verdad, aunque los dueños de los gatos odiaban a estos viejos, los temían aún más; y en vez de tacharles de brutales asesinos, se limitaban a cuidar que ninguno de sus adorados gatos se aproximara impensadamente a la apartada casucha oculta bajo los árboles sombríos. Cuando por un descuido inevitable se perdía alguno, y se oían los maullidos por la noche, su dueño lloraba con impotencia, o se consolaba dando gracias al Destino por no haber sido uno de sus hijos el desaparecido de este modo. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabía de donde vinieron los gatos al principio.
Un día entró por las estrechas y empedradas calles de Ulthar una caravana de extraños vagabundos que procedían del sur. Eran trotamundos atezados, distintos de aquellas gentes ambulantes que pasaban por el pueblo dos veces al año. Decían la buenaventura a cambio de plata en los mercados, y compraban alegres abalorios a los mercaderes. Nadie sabía de que país venían estos vagabundos; pero observaron que eran dados a rezar extrañas plegarias, y que a los lados de sus carromatos llevaban pintadas extrañas figuras con cuerpo humano y cabeza de gato, de halcón, de león o de carnero. Y el jefe de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos y un curioso disco entremedias.
Iba en esta singular caravana un niño que no te padre ni madre, sino sólo un gatito pequeño y negro al que cuidaba. La peste no había sido amable con él, aunque le había dejado este ser diminuto y peludo que dulcificaba su dolor; cuando se es muy joven, uno puede encontrar gran alivio en las vivarachas travesuras de un gatito negro. Así, el niño a quien las atezadas gentes llamaban Menes sonreía cada vez más, y llora cada vez menos, cuando se sentaba a jugar con su gracioso gatito en las escaleras de un carromato decorado de singular manera.
A la mañana del tercer día de estancia en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; al verle sollozando en el mercado, los lugareños le hablaron del viejo y de su esposa, y de lo que se oía por la noche. Al escuchar todo aquello sus sollozos dieron paso a la reflexión, y finalmente a la plegaria. Extendió los brazos hacia el sol y rezó en una lengua que los lugareños no entendieron; aunque no pusieron mucho empeño en entender, ya que les acaparaban la atención el cielo y las formas curiosas que adoptaban las nubes. Era muy extraño, pero tan pronto como el niño hubo terminado su oración, parecieron formarse en lo alto las figuras brumosas y oscuras de unos seres exóticos, criaturas híbridas coronadas con los cuernos y el disco entremedias. La Naturaleza está llena de tales ilusiones para sugestionar a quienes son imaginativos.
Esa noche, los trotamundos se fueron de Ulthar, y no se les volvió a ver. Y los habitantes se sintieron consternados al darse cuenta de que no había un solo gato en todo el pueblo. De cada uno de los hogares había desaparecido el gato familiar; los grandes y los pequeños, los negros, los grises, los rayados, los amarillos y los blancos. El viejo Kranon, que era el burgomaestre, juró que habían sido las gentes atezadas quienes se los habían llevado en venganza por la muerte del gatito de Menes; y maldijo a la caravana y al niño. Pero Nith, el flaco notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran más sospechosos aun, ya que su odio a los gatos era conocido por todos, y más atrevido cada vez. Sin embargo, nadie se atrevió a acusar al siniestro matrimonio, aun cuando el hijo del posadero, el pequeño Atal, aseguraba haber visto a todos los gatos en aquel patio maldito, bajo los árboles, avanzando con paso medido, lenta y ceremoniosamente, y describiendo un círculo alrededor de la choza en fila de a dos, como si ejecutasen algún inaudito ritual. Los lugareños no sabían si creer al chico; y aunque temían que el malvado matrimonio hubiese hechizado y exterminado a todos los gatos, preferían no enfrentarse con el viejo campesino mientras no saliese de su patio tenebroso y repugnante.
Así que el pueblo de Ulthar se acostó embargado por la ira y la impotencia; y he aquí que al despertar por la madrugada, ¡cada gato había regresado a su hogar respectivo! Los grandes, los pequeños, los negros, los grises, los rayados, los amarillos y los blancos; no faltaba ninguno. Todos aparecieron gordos y lustrosos, emitiendo sonoros ronroneos de satisfacción. Los ciudadanos hablaban maravillados del caso. El viejo Kranon insistió una vez más en que había sido el pueblo atezado quien se los había llevado, puesto que los gatos jamás regresaban vivos de la choza del viejo matrimonio. Pero todos coincidieron en una cosa: que la negativa de los gatos a probar sus respectivas raciones de comida y su plato de leche era sumamente singular. Y durante dos días enteros, los lustrosos y perezosos gatos de Ulthar no tocaron alimento alguno, y se limitaron a dormitar junto al fuego o al sol. Una semana transcurrió, hasta que los lugareños observaron que no había luz, por la noche, en las ventanas de la choza oculta bajo los árboles. Luego, el flaco Nith comentó que nadie había visto al viejo ni a la vieja desde la noche en que desaparecieron los gatos. Una semana después, el burgomaestre decidió vencer su temor y visitar la vivienda extrañamente silenciosa; como era su deber, aunque tuvo el cuidado de hacerse acompañar por Shang el herrero y Thul el cantero como testigos. Y cuando echaron abajo la frágil puerta no encontraron otra cosa que dos esqueletos humanos limpios y mondos en el suelo de tierra, y un montón de cucarachas que corrían por los rincones oscuros.
Mucho se habló después entre los habitantes de Ulthar. Zath, el alguacil, discutió largamente con Nith, el flaco notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados a preguntas. En cuanto al pequeño Atal, el hijo del posadero, fue interrogado a fondo, y se le dio un caramelo en recompensa. Hablaron del viejo campesino y su mujer, de la caravana de atezados vagabundos, del pequeño Menes, de su gatito negro, de la plegaria de Menes y el cambio del cielo, de la acción de los gatos la noche en que se fue la caravana, así como de lo que encontraron mas tarde en la choza que hay bajo los árboles sombríos del patio repugnante.
Al final, los diputados aprobaron esa famosa ley de que hablan los mercaderes en Hatheg, y que discuten los viajeros de Nir; a saber: que en Ulthar, nadie puede matar un solo gato.

LA NAVE BLANCA --- H. P. LOVECRAFT

LA NAVE BLANCA
H. P. LOVECRAFT

...
Soy Basil Elton, torrero del faro de North Point, que mi padre y mi abuelo cuidaron antes que yo. Lejos de la costa, la torre gris del faro se alza sobre unas rocas hundidas y cubiertas de limo que emergen al bajar la marea y se vuelven invisibles cuando sube. Por delante de ese faro, pasan desde hace un siglo las naves majestuosas de los siete mares. En los tiempos de mi abuelo, eran muchas; en los de mi padre, no tantas; hoy son tan pocas que a veces me siento extrañamente solo, como si fuese el último hombre de nuestro planeta.
De lejanas costas venían aquellas embarcaciones de blanco velamen, de lejanas costas de Oriente, donde brillan cálidos soles y perduran dulces fragancias en extraños jardines y alegres templos. Los viejos capitanes del mar visitaban a menudo a mi abuelo y le hablaban de estas cosas, que él contaba a su vez a mi padre, y mi padre a mí, en las largas noches de otoño, cuando el viento del este aullaba misterioso. Luego, leí más cosas de estas, y de otras muchas, en libros que me regalaron los hombres cuando aún era niño y me entusiasmaba lo prodigioso.
Pero más prodigioso que el saber de los viejos y de los libros es el saber secreto del océano. Azul, verde, gris, blanco o negro; tranquilo, agitado o montañoso, ese océano nunca está en silencio. Toda mi vida lo he observado y he escuchado, y lo conozco bien. Al principio, sólo me contaba sencillas historias de playas serenas y puertos minúsculos; pero con los años se volvió más amigo y habló de otras cosas; de cosas más extrañas, más lejanas en el espacio y en el tiempo. A veces, al atardecer, los grises vapores del horizonte se han abierto para concederme visiones fugaces de las rutas que hay más allá; otras, por la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto claras y fosforescentes, y me han permitido vislumbrar las rutas que hay debajo. Y estas visiones eran tanto de las rutas que existieron o pudieron existir, como de las que existen aún; porque el océano es más antiguo que las montañas, y transporta los recuerdos y los sueños del Tiempo.
La Nave Blanca solía venir del sur, cuando había luna llena y se encontraba muy alta en el cielo. Venía del sur, y se deslizaba serena y silenciosa sobre el mar. Y ya estuvieran las aguas tranquilas o encrespadas, ya fuese el viento contrario o favorable, se deslizaba, serena y silenciosa, con su velamen distante y su larga, extraña fila de remos, de rítmico movimiento. Una noche divisé a un hombre en la cubierta, muy ataviado y con barba, que parecía hacerme señas para que embarcase con él, rumbo a costas desconocidas. Después, le ví muchas veces más, bajo la luna llena, haciéndome siempre las mismas señas.
La luna brillaba en todo su esplendor la noche en que respondí a su llamada, y recorrí el puente que los rayos de la luna trazaban sobre las aguas, hasta la Nave Blanca. El hombre que me había llamado pronunció unas palabras de bienvenida en una lengua suave que yo parecía conocer, y las horas se llenaron con las dulces canciones de los remeros mientras nos alejábamos en silencioso rumbo al sur misterioso que aquella luna llena y tierna doraba con su esplendor.
Y cuando amaneció el día, sonrosado y luminoso, contemplé el verde litoral de unas tierras lejanas, hermosa, radiantes, desconocidas para mí. Desde el mar se elevaban orgullosas terrazas de verdor, salpicadas de árboles, entre los que asomaban, aquí y allá, los centelleantes tejados y las blancas columnatas de unos templos extraños. Cuando nos acercábamos a la costa exuberante, el hombre barbado habló de esa tierra, la tierra de Zar, donde moran los sueños y pensamientos bellos que visitan a los hombres una vez y luego son olvidados. Y cuando me volví una vez más a contemplar las terrazas, comprobé que era cierto lo que decía, pues entre las visiones que tenía ante mí había muchas cosas que yo había vislumbrado entre las brumas que se extienden más allá del horizonte y en las profundidades fosforescentes del océano. Había también formas y fantasías más espléndidas que ninguna de cuantas yo había conocido; visiones de jóvenes poetas que murieron en la indigencia, antes de que el mundo supiese lo que ellos habían visto y soñado. Pero no pusimos el pie en los prados inclinados de Zar, pues se dice que aquel que se atreva a hollarlos quizá no regrese jamás a su costa natal.
Cuando la Nave Blanca se alejaba en silencio de Zar y de sus terrazas pobladas de templos, avistamos en el lejano horizonte las agujas de una importante ciudad; y me dijo el hombre barbado: "Aquélla es Thalarion, la Ciudad de las Mil Maravillas, donde moran todos aquellos misterios que el hombre ha intentado inútilmente desentrañar". Miré otra vez, desde más cerca, y vi que era la mayor ciudad de cuantas yo había conocido o soñado. Las agujas de sus templos se perdían en el cielo, de forma que nadie alcanzaba a ver sus extremos; y mucho más allá del horizonte se extendían las murallas grises y terribles, por encima de las cuales asomaban tan sólo algunos tejados misteriosos y siniestros, ornados con ricos frisos y atractivas esculturas. Sentí un deseo ferviente de entrar en esta ciudad fascinante y repelente a la vez, y supliqué al hombre barbado que me desembarcase en el muelle, junto a la enorme puerta esculpida de Akariel; pero se negó con afabilidad a satisfacer mi deseo, diciendo: "Muchos son los que han entrado a Thalarion, la ciudad de las Mil Maravillas; pero ninguno ha regresado. Por ella pululan tan sólo demonios y locas entidades que ya no son humanas, y sus calles están blancas con los huesos de los que han visto el espectro de Lathi, que reina sobre la ciudad". Así, la Nave Blanca reemprendió su viaje, dejando atrás las murallas de Thalarion; y durante muchos días, siguió a un pájaro que volaba hacia el sur, cuyo brillante plumaje rivalizaba con el cielo del que había surgido.
Después llegamos a una costa plácida y riente, donde abundaban las flores de todos los matices y en la que, hasta donde alcanzaba la vista, encantadoras arboledas y radiantes cenadores se caldeaban bajo un sol meridional. De unos emparrados que no llegábamos a ver brotaban canciones y fragmentos de lírica armonía salpicados de risas ligeras, tan deliciosas, que exhorté a los remeros a que se esforzasen aún más, en mis ansias por llegar a aquel lugar. El hombre barbado no dijo nada, pero me miró largamente, mientras nos acercábamos a la orilla bordeada de lirios. De repente, sopló un viento por encima de los prados floridos y los bosques frondosos, y trajo una fragancia que me hizo temblar. Pero aumentó el viento, y la atmósfera se llenó de hedor a muerte, a corrupción, a ciudades asoladas por la peste y a cementerios exhumados. Y mientras nos alejábamos desesperadamente de aquella costa maldita, el hombre barbado habló al fin, y dijo; "Ese es Xura, el País de los Placeres Inalcanzados". Así, una vez más, la Nave Blanca siguió al pájaro del cielo por mares venturosos y cálidos, impelida por brisas fragantes y acariciadoras. Navegamos día tras día y noche tras noche; y cuando surgió la luna llena, dulce como aquella noche lejana en que abandonamos mi tierra natal, escuchamos las suaves canciones de los remeros. Y al fin anclamos, a la luz de la luna, en el puerto de Sona-Nyl, que está protegido por los promontorios gemelos de cristal que emergen del mar y se unen formando un arco esplendoroso. Era el País de la Fantasía, y bajamos a la costa verdeante por un puente dorado que tendieron los rayos de la luna.
En el país de Sona-Nyl no existen el tiempo ni el espacio, el sufrimiento ni la muerte, allí habité durante muchos evos. Verdes son las arboledas y los pastos, vivas y fragantes las flores, azules y musicales los arroyos, claras y frescas las fuentes, majestuosos e imponentes los templos y castillos y ciudades de Sona-Nyl. No hay fronteras en esas tierras, pues más allá de cada hermosa perspectiva se alza otra más bella. Por los campos, por las espléndidas ciudades, andan las gentes felices y a su antojo, todas ellas dotadas de una gracia sin merma y de una dicha inmaculada. Durante los evos en que habité en esa tierra, vagué feliz por jardines donde asoman singulares pagodas entre gratos macizos de arbustos, y donde los blancos paseos están bordeados de flores delicadas. Subí a lo alto de onduladas colinas, desde cuyas cimas pude admirar encantadores y bellos panoramas, con pueblos apiñados y cobijados en el regazo de valles verdeantes y ciudades de doradas y gigantescas cúpulas brillando en el horizonte infinitamente lejano. Y bajo la luz de la luna contemplé el mar centelleante, los promontorios de cristal, y el puerto apacible en el que permanecía anclada la Nave Blanca.
Una noche del memorable año de Tharp, vi recortada contra la luna llena la silueta del pájaro celestial que me llamaba, y sentí las primeras agitaciones de inquietud. Entonces hablé con el hombre barbado, y le hablé de mis nuevas ansias de partir hacia la remota Cathuria, que no ha visto hombre alguno, aunque todos la creen más allá de las columnas basálticas de Occidente. Es el País de la Esperanza: en ella respladecen las ideas perfectas de cuanto conocemos; al menos así lo pregonan los hombres. Pero el hombre barbado me dijo: "Cuídate de esos mares peligrosos, donde los hombres dicen que se encuentra Cathuria. En Sona-Nyl no existe el dolor ni la muerte; pero, ¿quién sabe qué hay más allá de las columnas basálticas de Occidente?". Al siguiente plenilunio, no obstante, embarqué en la Nave Blanca, y abandoné con el renuente hombre barbado el puerto feliz, rumbo a mares inexplorados.
Y el pájaro celestial nos precedió con su vuelo, y nos llevó hacia las columnas basálticas de Occidente; pero esta vez los remeros no cantaron dulces canciones bajo la luna llena. En mi imaginación, me representaba a menudo el desconocido país de Cathuria con espléndidas florestas y palacios, y me preguntaba qué nuevas delicias me aguardarían. "Cathuria", me decía, "es la morada de los dioses y el país de innumerables ciudades de oro. Sus bosques son de aloe y de sándalo, igual que los de Camorin; y entre sus árboles trinan alegres y entonan sus cantos amables los pájaros; en las verdes y floridas montañas de Cathuria se elevan templos de mármol rosa, ricos en bellezas pintadas y esculpidas, con frescas fuentes argentinas en sus patios, donde gorgotean con música encantadora las fragantes aguas del río Narg, nacido en una gruta. Las ciudades de Cathuria tienen un cerco de murallas doradas, y sus pavimentos son de oro también. En los jardines de estas ciudades hay extrañas orquídeas y lagos perfumados cuyos lechos son de coral y de ámbar. Por la noche, las calles y los jardines se iluminan con alegres linternas, confeccionadas con las conchas tricolores de las tortugas, y resuenan las suaves notas del cantor y el tañedor de laúd. Y las casas de las ciudades de Cathuria son todas palacios, construidos junto a un fragante canal que lleva las aguas del sagrado Narg. De mármol y de pórfido son las casas; y sus techumbres, de centelleante oro, reflejan los rayos del sol y realzan el esplendor de las ciudades que los doises bienaventurados contemplan desde lejanos picos. Lo más maravilloso es el palacio del gran monarca Dorieb, de quien dicen algunos que es un semidiós y otros que es un dios. Alto es el palacio de Dorieb, y muchas son las torres de mármol que se alzan sobre las murallas. En sus grandes salones se reúnen multitudes, y es aquí donde cuelgan trofeos de todas las épocas. Su techumbre es de oro puro, y está sostenida por altos pilares de rubí y de azur donde hay esculpidas tales figuras de dioses y de héroes, que aquel que las mira a esas alturas cree estar contemplando el olimpo viviente. Y el suelo del palacio es de cristal, y bajo él manan, ingeniosamente iluminadas, las aguas del Narg, alegres y con peces de vivos colores desconocidos más allá de los confines de la encantadora Cathuria".
Así hablaba conmigo mismo de Cathuria, pero el hombre barbado me aconsejaba siempre que regresara a las costas bienaventuradas de Sona-Nyl; pues Sona-Nyl es conocida de los hombres, mientras que en Cathuria jamás ha entrado nadie.
Y cuando hizo treinta y un días que seguíamos al pájaro, avistamos las columnas basálticas de Occidente. Una niebla las envolvía, de forma que nadie podía escrutar más allá, ni ver sus cumbres, por lo cual dicen algunos que llegan alos cielos. Y el hombre barbado me suplicó nuevamente que volviese, aunque no le escuché; porque, procedentes de las brumas más allá de las columnas de basalto, me pareció oír notas de cantones y tañedores de laúd, más dulces que las más dulces canciones de Sona-Nyl, y que cantaban mis propias alabanzas; las alabanzas de aquél que venía de la luna llena y moraba en el País de la Ilusión. Y la Nave Blanca siguió navegando hacia aquellos sones melodiosos, y se adentró en la bruma que reinaba entre las columnas basálticas de Occidente. Y cuando cesó la música y levantó la niebla, no vimos la tierra de Cathuria, sino un mar impetuoso, en medio del cual nuestra impotente embarcación se dirigía hacia alguna meta desconocida. Poco después nos llegó el tronar lejano de alguna cascada, y ante nuestros ojos apareció, en el horizonte, la titánica espuma de una catarata monstruosa, en la que los océanos del mundo se precipitaban hacia un abismo de nihilidad. Entonces, el hombre barbado me dijo con lágrimas en las mejillas: "Hemos despreciado el hermoso país de Sona-Nyl, que jamás volveremos a contemplar. Los dioses son más grandes que los hombres, y han vencido". Yo cerré los ojos ante la caída inminente, y dejé de ver al pájaro celestial que agitaba con burla sus alas azules sobrevolando el borde del torrente.
El choque nos precipitó en la negrura, y oí gritos de hombres y de seres que no eran hombres. Se levantaron los vientos impetuosos del Este, y el frío me traspasó, agachado sobre la losa húmeda que se había alzado bajo mis pies. Luego oí otro estallido, abrí los ojos y vi que estaba en la plataforma de la torre del faro, de donde había partido hacía tantos evos. Abajo, en la oscuridad, se distinguía la silueta borrosa y enorme de una nave destrozándose contra las rocas crueles; y al asomarme a la negrura, descubrí que el faro se había apagado por primera vez, desde que mi abuelo asumiera su cuidado.
Y cuando entré en la torre, en la última guardia de la noche, vi en la pared un calendario: aún estaba tal como yo lo había dejado, en el momento de partir. Por la mañana, bajé de la torre y busqué los restos del naufragio entre las rocas; pero sólo encontré un extraño pájaro muerto, cuyo plumaje era azul como el cielo, y un mástil destrozado, más blanco que el penacho de las olas y la nieve de los montes.
Después, el mar no ha vuelto a contarme sus secretos, y aunque la luna ha iluminado los cielos muchas veces desde entonces con todo su esplendor, la Nave Blanca del sur no ha vuelto jamás.

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